Aun no hay concordancia con el significado u origen exacto de Aconcagua, de hecho, según la lengua aimara significaría “centinela blanco” y en quechua seria “centinela de piedra”, sin embargo, en mapudungun “que viene del otro lado”, y es lo que sucedió con las cepas viníferas que llegaron desde detrás del Atlántico, a estas tierras asoleadas y de pre cordillera.
Cepas del 1900, maduraron y caminaron gota a gota en alambiques de cobre. Por donde ibas, aromas moscateles salían por la chimenea de casas de Valle Alegre, Cariño Botado, Rinconada de Silva, El Almendral, Quebrada Herrera y otros tantos lugares. El bien y el mal se fundían en abrazos cómplices, al son del fuego de parra en esas largas noches destiladas.
A mediados del siglo XIX, los vinos de Coquimbo y Penco eran para la elite, mientras que los de la zona central y Aconcagua, eran definitivamente regulares a malos, al ser más productivos y mal manejados. Datos de la época hablan que seis plantas de vides en plena producción daban un galón de mosto en Chillan, en Santiago daban seis y en Aconcagua ocho galones.
Primera mitad del siglo XIX, nuestra zona agrícola, cabalgaba detrás de las majadas; hacia funcionar oxidadas cosecheras estacionarias en sementeras de trigo, cebada y maíz; se detenía en acogedores ranchos campesinos para beber chichas y destilados; preparaba ancestrales olivas en fudres de roble para los aderezos domingueros; quesos, leche fresca y abundantes perniles, le daban un sí, a los desayunos diarios.
Corría el año 30 y empieza a cambiar la historia, pues un empresario español llamado Manuel Ruano -quien observo las ventajas comparativas entre Mendoza y Aconcagua- decidió invertir y se vino junto a otras cuatro familias: Gioia, Peppi, Porfiri y Nicoletti, iniciando así el cultivo de la hoy por hoy, reina de los frutales.
En diez años, estaremos celebrando la centuria y bienvenida de estas familias, que mayoritariamente lograron convertirse en icono de la fruticultura nacional. Asociados a la exportadora Rio Blanco, han estado a la vanguardia de variedades, sistemas de riego y tratamientos fitosanitarios, de producción y exportación.
Si de parronales hablamos, no debemos dejar atrás, al ingeniero agrónomo y productor Carolus Brown que, en su predio de Calle Larga, El Guindal, camino y corrió con la ciencia aplicada en viveros, cuarentena, certificación varietal y especialmente con la introducción al país de una variedad principal, como la Red Globe, con la que enseñó lo que era un royalty.
Década del 60 y se iniciaba el mayor cambio social de los últimos cuatro siglos: la Reforma Agraria, que, con todos su bemoles y pareceres, incentivó la creación y producción agrícola, si bien no todos los asignatarios lograron el cambio, numerosos campesinos y familias contribuyeron en el desarrollo de los parronales. Como no recordar a los hermanos Saavedra, creando suelo en los pies de montes de Lo Calvo, Luis Espíndola y sus viveros de Foncea y a José Lazcano, el incombustible dirigente campesino del sector El Llano, sólo por nombrar algunos.
De lagares del 1900 a cubas de acero inoxidable y atmosfera controlada en la actualidad. Así nos ha visto el “Centinela de piedra”, caminar, trotar y correr, por calles y cerros conquistados, con las cepas viníferas que escurren los mostos para el mundo.
Con historia de 150 años, el vino que se quedó en Aconcagua. El que estrujaron los monjes, mujeres, zambos y campesinos, con propiedad muestran la ruta. Gracias a doña Tadea, oidor gran reserva, late harvest y oporto de Sánchez de Loria. Tours por faldas de cerro en inglés y portugués por viña Errázuriz. Podemos seguir por viña Almendral, ambiente rural con mistelas, vino añejo, chicha y pipeño.
Volviendo a Panquehue está la viña Von Siebenthal, capital suizo y con varios premios en Europa. Seguimos con la familia Vicente y su gran viña San Esteban en los cerros de Paidahuén, con cepas que comulgan con los antepasados y se reflejan como espejo en las pesadas piedras in situ, marcadas con petroglifos.
Historias amalgamadas de viníferas y parronales corren por Los Andes, plantas que esconden sus angustias en los fríos climas del valle y que recobran su energía en los templados y calurosos días de verano. Vinos puros chocan con ensamblajes ganadores y le cuelgan medallas al andino valle.
Oficios se visten de gala en las vides originadas en los tiempos bíblicos y desarrolladas con la ciencia. Cómo no reconocer los tomeros de los canales; temporeras del rubro; grueros y paletizadores de packing; bodegueros; fumigadores; regadores; camarero de frio; jefe de packing; control de calidad; embarcadores; amarradores de camiones planos; embaladoras; nocheros y tantos otros.
Privados y funcionarios abrieron los mercados, marcaron la ruta de Aconcagua y sin duda a fines del siglo pasado, se vistieron de héroes. Mauricio Malaree, Hernán Urzúa, Lucía Prado, Gema Olivera, Héctor Sáez, Justo Henríquez, Luis Fernández, Alfonso Neira, Agustín Mancilla, Nélida Olmedo, Pato León, Rubén Garrido, César Gormaz, Luis Gallegos... y Oso Villarroel...
En espaldera o parrón, tradicional, orgánica o biodinámica, en bandeja o embotellado, la viticultura de Aconcagua y su gente sigue desarrollándose y caminando junto a la planta icono del valle, sea en mosto, en racimo o ensamblaje. ¡Salud!... Feliz 2020...
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