Jueves, 28 de Marzo de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Cueros en tranques del siglo pasado …

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Los Andes del siglo pasado se desarrolló agrícolamente al lado del río Aconcagua, tal como sigue ocurriendo en nuestros días, razón por la que no existen represas o tranques heredados de las haciendas. Mas si lo hicieron, las de la cordillera de la costa, mediante grandes estanques que a pulso labraron, recogían los cursos de aguas desde las quebradas, donde brotaban frescas las vertientes mágicas.

Normalmente se elegia prolijamente el lugar de acumulación de agua. Las estrechas quebradas se abrían al bajar al valle y era ahí donde se levantaba una pared que hacía de talud. En la mitad de ese muro, en la parte baja, se instalaba un sistema hidromecánico, donde se manejaba la apertura del agua que se distribuía en una red de canales para el riego de empastadas, frutales y chacras.

En los años 50, al interior de Leyda, cerca de San Antonio, don Germán, maquinista de la hacienda junto a otros inquilinos, prepararon un pretil para sostener las lluvias invernales y las aguas provenientes de la quebrada La Capitana. Se acumulaban las arcillas con colosadas repletas traídas de los pies de la loma La Cruz. Luego de meses de trabajo, se inició el pisoneo con múltiples pasadas de mulares, vacunos y en el piso del tranque un terminado con ovejas y cabras, pues sus pequeñas pezuñas realizan una presión especial para obras hidráulicas de este tipo, sellando casi por completo los poros de los suelos.

Don Germán, que hacía de capataz de la obra, era todo un personaje. Muy capacitado como mecánico y divertido en el día a día, su apelativo de la “Chancha”, lo retrataba de cuerpo entero. Sus jóvenes ayudantes le tenían mucho respeto y jamás se atrevieron a nombrarlo directamente de esa forma.

 

Cierto día, al iniciar la jornada, vieron a lo lejos una bandada de negros jotes que subían y bajaban con total desparpajo. Al acercarse se dieron cuenta que un colorado toro mocho había muerto. Osvaldo, un joven campesino, tomo su recién amansado potro barroso y con un lazo lo arrastró a una orilla, lo más lejos que pudo. Un comentario de la Chancha dejo algo inquietos a los inquilinos. Deslizó entre dientes que no era bueno dejar el toro en las cercanías, pues a futuro su cuero podía tomar vida en las tranquilas aguas del tranque.

Inviernos rigurosos colmaron el tranque por varios años hasta que llegaron las sequías de mediados de los 60. El humedal atrajo migraciones de patos silvestres y patos jecos costeros llegaron a nidificar en los totorales de las orillas. Las garzas, muy blancas, se anunciaban a gran distancia y revoloteaban al atrapar pequeños peces de agua dulce. Era un sector de liebres y los pumas bajaban tranquilos desde los bosques costeros. Los huevos burdeos parecían cristales en los nidos del suelo, sus dueñas, las celosas perdices volaban por todas partes, dando cuenta de un sano ecosistema trabajado con el pulso de un puñado de campesinos.

Jóvenes veraneantes de la hacienda caminaban hasta 5 kilómetros para relajarse en esas idílicas aguas. Junto a Elías, muchacho de la hacienda, caminaban atravesando potreros, siembras y aventureramente un puente de tubo realizado con tambores de 200 litros. Esa quebrada era el paso obligado a la tranquera que daba al ojo de agua, los avezados lo pasaban caminando mientras que los mas temerosos lo hacían lentamente montados sobre los tambores, dejando sus pantalones completamente oxidados.

Con troncos de sábilas, similares a madera de balsa, realizaban embarcaciones y con unos simples remos atravesaban continuamente el espejo de agua. Un remolino en la zona de extracción del agua de riego, rompía la tranquilidad de los paseos. Pero una inquietud comenzó a rondar en la mente de los veraneantes, pues otros remolinos se presentaban de improviso, especialmente en zonas colonizadas por algas llamadas lamas. A oídos de don Germán y Osvaldito llegaron esos cuentos, los que no tardaron en recordar el viejo toro mocho, que sin duda su cuero, había tomado vida.

Desde los campos de Alhué, un viejo caminante llegó por esos lugares, se les llamaba “frasteros”. Una sola mirada de la Chancha y descubrió que ese anciano los podría ayudar a eliminar el cuero. Pudo observar en él, que su ojo derecho de un tono rojo intenso serviría para descubrir el escondite del engendro. Al día siguiente el viejo busco un cactus grande y verde con muchos frutos de guillaves, sus manos lo manejaban como si no clavara.

La única condición que exigió el viejo fue quedarse solo en el tranque esa noche sin luna. Efectivamente su ojo rojo podía recorrer las orillas y fondos con mucha nitidez. Con secretos trucos atrajo el adefesio y pudo envolverlo en el grueso tronco de cactus, luego lo ató con un lazo muy sobado y lo dejó de esa manera el resto de la noche. Al otro día, sólo le mostró el cuero muerto a la Chancha, quien dio por cerrado el capítulo.

Don Germán quedó tranquilo. De ahí en adelante, sin embargo, a lo lejos, se escuchaba de algunos remolinos, que impedía a los campesinos introducirse en sus aguas. Posteriormente en la gran sequía de la década del 60, en el resquebrajado suelo del tranque yacían deshidratados tres cuerpos malignos.

En Los Andes, viejos tranques de la Reforma Agraria en Calle Larga, como Los Rosales y La Engorda también supieron de cueros y remolinos, de espíritus y enigmas, donde la sabiduría campesina podía dar explicación a desapariciones extrañas, noches de insomnio y relatos de misterios a la penumbra de la vela.


 
 
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