Lunes, 9 de Septiembre de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Recuas de mulas bayas

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Al Reino de Chile no lo dividía la cordillera por allá en el 1600, mas los senderos de los montes dificultaban en extremo la productividad y vigilancia de los fértiles campos y numerosa hacienda que pastaba allende los Andes. Don Facundo Villavicencio, arriero de nacimiento tenía montada su actividad, recorriendo los caminos desde Mendoza a San Luis, pero no dejaba de mirar la ruta del Alto, que su padre le había enseñado, con bastante esmero. Sus recuas negras azabache, eran bastante bien portadas y soportaban sin problema las cargas, que la incipiente agroindustria mendocina estaba produciendo.

La corona iniciaba el pago con las encomiendas y minas de oro o plata a sus guerreros destacados, de manera de mantener la población conquistadora, asentarla e incrementarla. La servidumbre aborigen no era suficiente y tendía a ser cada vez más escasa. Comerciantes portugueses y británicos, descubrían la manera de solucionar la mano de obra necesaria, que pudiera ir a las explotaciones agrícolas, apoyo en las batallas y especialmente mineras. Una crianza muy especial se preparaba en la zona de Cuyo, las cruzas de yegüeros con pingas amarillentas tenían un claro objetivo.

Siempre me ha llamado la atención la alzada de las mulas de Uspallata, claramente mayor a nuestras andinas, obviamente vienen de una genética trabajada y originada ya hace 400 años. Sus praderas de extensos llanos, aguas puras y suelos sanos, ayudan de sobremanera, contribuyendo en el fenotipo que observamos hasta nuestros días. Villavicencio ya había logrado una respetable cantidad de mulas bayas y no trepidaba en incursionar en uno de los negocios más tristes que recuerda la historia de la cordillera andina, el comercio de esclavos africanos. La noche cubría los cerros, la sombra los espíritus y la nieve esperaba por esos morenos cuerpos.

La historia ya indicaba que los esclavos estaban arribando a centro américa, para los campos azucareros y minas de más al norte. Las tribus dominantes de África meridional los vendían a los portugueses, que se habían constituido como uno de los principales traficantes de seres humanos. Mas el ruido de la llegada de esclavos al puerto de Buenos Aires, hacía tomar esa posibilidad de traslado hacia el reino de Chile. Alamiro y Valverde se convertían en los capataces de Villavicencio para encabezar la empresa de alcanzar las cumbres, con alrededor de cuarenta mulas bayas. Recurriendo a la cabalgata de los pilcheros cargadas con dos chiguas, a cada lado del lomo y vigilados por los barbuchos.

Las mulas bayas ya estaban aperadas para la misión de trasladar diecinueve esclavos engrillados (14 varones y 5 mujeres muy jóvenes). La región de Cuyo los había recibido de un viaje realizado en carretas, provenientes desde el puerto de Buenos Aires. Villavicencio recibía la mitad de monedas de oro que costaría el viaje, uno supervisado por Alamiro, Valverde, diez arrieros más y veinticinco perros barbuchos. Dos esclavos que venían en muy malas condiciones de salud, eran subidos a las mulas, más las dos niñas menores, al resto se le revisaban las cadenas y se les ordenaba caminar. Ankunga se perfilaba como líder de los angoleños y tarareaba una monótona melodía que inicialmente hacía más llevadera la caminata.

Andila, la chica de 13 años, se bajaba continuamente de la mula, como jugando con una inocencia que increíblemente mantenía. Angulo y Misiones rápidamente se convertían en feroces cancerberos, apurando la marcha desde la montura de las dos mulas más caminadoras. La primera noche los pillaba en la entrada de Luján de Cuyo, la temperatura ya era cruenta en ese mayo de 1610. Una fría brisa hacía inquietarse hasta los perros y los cuerpos sudorosos de los prisioneros comenzaban a desfallecer, a pesar de su fortaleza y tantas penurias ya soportadas. Apilados alrededor de las patas de las mulas y el vaho de los perros, abrigaban sus cuerpos al parar la marcha esa medianoche.

Alamiro, luego de descansar con gruesos ponchos de lana, animaba nuevamente la caminata, antes que el escaso sol iluminara. Aketo y Amanba, no lograban sortear su estado de salud y se convertían en las primeras bajas de la comitiva. Sus cuerpos eran amarrados sobre sus mulas, pero no con el objeto de enterrarlos, sino que con la intención de despeñarlos en la siguiente quebrada que encontraran en el camino. Ankunga renegaba de la acción, pero los azotes con las chicoteras de los aperos, por parte de Misiones, lo hacían entrar en razón. Su monótona canción, ahora en tono de mayor tristeza, cubría sus heridas e inundaba el nevado zanjón de la muerte.

Nuestra querida cordillera, me hace relatar esta reseña, cuando el auge de la esclavitud por estas tierras, entre 1580 y 1640, demostraba lo peor de la humanidad y la corona, en la conquista de Las Indias.  No solo los aborígenes Picunches y los nortinos incas dejaron su impronta de sacrificio y muerte en las nevadas montañas andinas. Los incansables trenes de mulas bayas y azabaches, irremplazables y temperamentales, marcaron historia al son de la interminable melodía que tarareaba Ankunga, en esas brutales caminatas de día y noche. Los sones de dialectos bantúes, resuenan aún, en los cajones cordilleranos y no pocos arrieros, los han escuchado.

 


 
 
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