Rosita Eliana Lincopi Mellado, avecindada hace bastante tiempo en San Bernardo, no olvida su tierra de Arauco, las cosechas de murta, los bueyes de su padre y muy particularmente sus ancestros “Millao”, apellido que al inscribirla en el Registro Civil lo españolizaron a “Mellado”. Su historia nos pone rápidamente en la primera mitad del siglo pasado, en esos rojos terrenos de Arauco y los caminos de Puente Tierra y Las Misiones destino a Tirúa. Una niñez marcada por la potente presencia de su padre, agricultor tradicional del linaje Lincopi y los relatos de mitos y leyendas al observar a lo lejos Isla Mocha.
Don José Ángel Lincopi Llaupe, nacido en el 1923, se casó con Rosa Ester Millao Lihuempi, formando una familia en los albores de la segunda mitad del 1900. En los campos se producían trigo, papas, arvejas, zapallos, manzanos y cultivos menores. Los caballos prácticamente no se utilizaban, pero sí las yuntas de bueyes, que empertigados no cesaban en las araduras, cargas de leña y carbón, paseos a la playa con toda la familia y trillas en la era, de trigo, porotos y avena. Dos yuntas de gigantes vacunos, son los recuerdos nítidos de Rosita, además de las gallinas, vacas, ovejas y cerdos.
Un brote de tuberculosis se llevó a los pocos años a doña Rosa Ester, en mayo de 1960, dejando a dos hijos, Humberto y Rosita. Recordando la ancestral costumbre mapuche, cuando tenían varias esposas, no pasó mucho tiempo en que don Ángel desposó a su cuñada doña María Jacinta, agarrando la posta de los Lincopi Millao, completando otros nueve hijos. Las intensas lluvias de agosto ocurridas en Santiago, la llevan a los oxidados suelos rojos de sus tierras, la transportan a los bosques donde encontraba los característicos y refrescantes frutos llamados chupones, además de la fibra ñocha de la planta, que llevaba a producir la más identitaria artesanía mapuche, la pilwa.
El patriarca poco a poco se iba sintiendo algo cansado y su ojo de lince ya no era el mismo. Doña María Jacinta aún vive a pesar de tantas labores e hijos, mas la ley de la vida se acercaba a don José Ángel que nos dejaría más adelante, en el año 2005. Sin embargo, su sapiencia lo hacía prepararse para un futuro no tan halagüeño, sus síntomas le indicaban que podría llegar a perder totalmente la vista. Ya sobrepasando los 70 años inició una singular rutina, ayudado de un bastón de madera de luma, realizado por uno de sus hijos. Como quien prepara una batalla, marcaba un recorrido, número de pasos, izquierda y derecha, subidas y bajadas, bodegas y otros puntos importantes.
Memorable resultó la preparación de la última cosecha de los manzanos, elaborando la acostumbrada y emblemática chicha de los Lincopi Llaupe. Su familia iba y venía en las diferentes funciones, lagares de madera estaban preparado para albergar los mostos. Los frutos de dorados tonos, de diferentes tamaños, incluyendo algunos transparentes, llamados helados, se entregaban al macerado. La chicha encontraba el mejor aroma, uno que como nunca disfrutaba don José Ángel, sacándole lustre a una de sus mayores habilidades productivas. Fue muy difícil seguir en los próximos años, al quedar como leyenda, que uno de los parroquianos de esa cosecha falleció al tragarse una avispa chaqueta amarilla, que iba en un vaso de chicha de manzana.
La meika de Tirúa daba el diagnóstico definitivo, una avanzada diabetes tipo dos, le indicaba que, pese al tratamiento de insulina, su vista ya se encontraba muy deteriorada. El singular viejo no se daba por vencido y seguía con su plan, dando la batalla. Carlitos, su nieto regalón, complementa su entrenamiento al regalarle a Meñi, un cachorro negro de corbata y patas café claro, de ninguna raza conocida. En principio no fue bien recibido, pues el anciano pensaba que sería un estorbo, más que una solución. El pequeño nieto le explica las funciones de un lazarillo, indicándole que debía entrenarlo como perro de asistencia.
Rosita en sus viajes de verano, a las atávicas tierras, quedaba con la boca abierta al ver como su padre entrenaba a Meñi y en poco menos de dos meses, se convertían en los mejores cómplices de la casa. Sus ojos cada día le respondían menos, pero el cachorro incrementaba sus habilidades, al repetir la rutina que se iniciaba con las indicaciones de llevarlo a la letrina a las siete de la mañana y a una distancia de setenta metros. De regreso lo dejaba sentado en la mesa de la cocina, esperando su harina tostada caliente, en forma de ulpo. Pieza, corredor, despensa, noria y chacra, eran recorridas al menos dos veces por día.
Don José Ángel sólo necesitó traílla en el entrenamiento, sus chasquidos de dedos y voz tranquila eran suficiente. Meñi, tenía su carácter y si algo le parecía mal en su relación con el anciano, tomaba sus propias decisiones y en vez de llevarlo a la necesaria letrina, lo dejaba frente al gallinero. Su voz naturalmente potente y seguida del intento de algún bastonazo trataban de poner en orden, la relación con el lazarillo. A pesar de tener una absoluta connivencia, el can disfrutaba de enfrentar por la reja al gallo trintre, uno que, según las creencias del lugar, hacía de contra de los malos espíritus.
Ni manual de entrenamiento, ni raza especial, sólo la sapiencia ancestral de un viejo que nació con las bondades que da la naturaleza, de poder entenderse con el medio y los animales. Esa relación que aceptó Meñi, buscando un cuidado y la diversión que le provocaban las esporádicas discusiones con su amo. El gallo trintre, tercero en discordia, no perdía la ocasión de mostrar a su gallinero los poderes profundos que poseía en contra del mal, al lanzar ágiles espolonazos, claro que, siempre protegido por una indestructible malla…el que sabe, sabe.
Nota: Agradecimientos a Rosita Eliana, quien, con una tímida y dulce voz, recorrió sus inolvidables caminos del Arauco magnífico.
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