Hablar de diversidad en educación se ha convertido, y así debiera ser, en una bandera de lucha para grupos que históricamente han sido discriminados en las escuelas y por la sociedad. Como consecuencia, esto aparece hoy en los documentos institucionales, en los discursos oficiales, en las formaciones docentes. Pero detrás de esta lucha, la que vale poner en entredicho es la noción de la diversidad como “lo otro”, lo distinto, lo que se sale del estándar, lo debe ser incluido.
Al final, este concepto se ha vaciado de tal manera, que seguimos pensando la escuela desde una lógica binaria. Por un lado, los alumnos “normales”, los que no tienen necesidades educativas especiales, los que no requiere un apoyo especial. Por otro, los que presentan estas necesidades educativas diferentes, la neurodiversidad. Desde ahí se habla, comúnmente de inclusión: como un gesto generoso de un sistema hacia quienes supuestamente tienen carencias.
Pero ¿y si todos los estudiantes tuvieran necesidades educativas particulares, más o menos visibles, sistematizadas e incómodas para el funcionamiento habitual de la escuela? ¿Y si la educación, en lugar de considerar a la diversidad como un desafío a resolver, la asumiera como su punto de partida?
En cómo “incluir” a quienes son diferentes hay que pasar a asumir que la diferencia es constitutiva del hecho educativo. Que no hay un alumno tipo. Que enseñar es, por definición, adaptarse a múltiples modos de conocer, de expresarse, de conectar en las aulas. Entonces, cualquier diseño educativo, que parte de la idea de homogeneidad está destinado a excluir.
Con esto no quiero decir que haya que negar que algunos estudiantes enfrentan barreras específicas para aprender. Pero esto significa entender que esas barreras no solo están en los diagnósticos, sino también en las estructuras rígidas que definen qué y cómo se enseña y, más importante aún, qué se espera de quien aprende.
La inclusión no puede simplificarse como un programa que se implementa solo cuando hay estudiantes con dificultades evidentes. Es una forma de mirar la educación de todas y todos. Y eso empieza cuando dejamos de hablar de “ellos y ellas” y comenzamos a hablar de “nosotros”. Porque la diversidad no tiene que entrar en la escuela: siempre ha estado entre nosotros.
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