La salud mental es uno de los mayores desafíos del siglo XXI. Aunque forma parte del concepto integral de salud, suele quedar relegada frente a otras enfermedades. La mayoría de los países de América Latina invierte menos del 2% de su presupuesto sanitario en esta área, a pesar de que representa una parte significativa de la carga de enfermedad.
El reciente informe de la OPS advierte que los trastornos mentales y las enfermedades no transmisibles generarán una pérdida de 7,3 billones de dólares en el PIB regional hacia 2050. No se trata de una crisis repentina, sino del resultado de factores acumulativos: cambios en el estilo de vida, mayor soledad, debilitamiento del tejido social, precariedad laboral y una aceleración tecnológica que exige adaptaciones constantes. Situación que se exacerbó aún más con la pandemia del Covid-19.
Frente a este escenario, urge una respuesta ambiciosa: políticas públicas intersectoriales, fortalecimiento de la atención primaria, aumento de la cobertura y calidad de los tratamientos, formación continua de profesionales y acciones que apunten a mejorar la vida cotidiana de las personas. Asimismo, necesitamos ciudades con acceso equitativo a transporte, cultura, áreas verdes y redes de apoyo que permitan fortalecer el bienestar emocional, reducir el aislamiento y construir comunidades más empáticas y resilientes.
La salud mental no es una fragilidad individual, sino un reflejo de cómo vivimos y nos relacionamos. La tormenta está anunciada. Ahora toca decidir si estamos dispuestos a actuar con visión, responsabilidad y voluntad política.
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