Luis Reinoso miraba el cerro Alto del Buitre, por allá en los años setenta, hervía su choquera tiznada y aro de alambre en la pasada de una aguada que caía desde la cordillera, junto al grito lejano de un culpeo. Su caballo mulato estaba algo inquieto, pues venía saliendo de una corta domadura, de esas de campo, siempre urgentes y con pasos por aprender. El recorrido del ganado sólo tenía como novedad, una cría de yegua barrosa consumida a medias por un puma, nada de extrañar, pues era la época de la bajada de los felinos a los lomajes con ganado. El campero bajaba tarde, su hogar en las casas de La Caldera Vieja resguardaba esos huesos cansados, a pesar de sus años mozos.
Así pasaban convulsionados años de campesino, donde la valentía para afrontar los cambios sociales del campo muchas veces lo dejaba con largos insomnios. No por nada se estaban dejando atrás casi quinientos años de historia. Lentamente la vida de asentamiento, cooperado y luego propietario iba marcando un destino diferente.
El matrimonio con Brisalia Mura, en la década de los ochenta, junto a los tres hijos que fueron llegando, describían un campo muy diferente al de los años sesenta. Las decisiones, programas de siembra, análisis de costos, maquinarias, créditos con Indap y tantas otras variables, dejaban una estela de incertidumbre, que sólo la unión familiar lograba sobrepasar.
Francisco uno de sus hijos, me relata con melancolía la vida de niñez, una de escolaridad completa en los años ochenta, sin duda un gran cambio, pues dos décadas antes, las escuelas del campo eran extremadamente precarias. Pero el desarrollo siempre es lento y muchas costumbres de campos antiguos las vivió sin desperdicios. La honda para las aves, los huachis en las armadas de conejos, la mirada de los naturalistas al describir el canto de las aves, los baños en canal, luego de la pichanga en el potrero y carreras en pelo en caballos chúcaros, estaban descritas ahí, bajo su piel. Casualmente entre todas sus aventuras regresa a los tragos ansiosos y urgentes de su agua de canal, pero filtrada, a la manera del campo.
Las casas de la Caldera Vieja, recordando la hacienda San Vicente Ferrer de principios del siglo XX, tenían diseñados los canales, alimentados por el estero Pocuro. La historia cuenta que Francisco Solano Astaburuaga y Cienfuegos escribió en 1899, que el riachuelo Pocuro procede de la falda de la precordillera andina por la parte del sureste, de la ciudad de Santa Rosa. Baja al oeste casi al frente de la cuesta boreal de Chacabuco, cuyos derrames recibe y luego se dirige hacia el noroeste, para ir a echarse a la ribera izquierda del Aconcagua, a poca distancia al oeste de Curimón.
No han pasado muchos años y en los campos de Calle Larga el sistema de lograr un agua de bebida era trabajoso y complejo. Francisco Reinoso no olvida sus años de niñez y se retrotrae a un circuito de bateas de cemento conectadas en línea. El canal de riego, que pasaba por su casa, alimentado por el estero Pocuro, lentamente subía a la primera batea donde tenía que decantar, sin embargo, cuando venía demasiado turbia, aparecía el secreto ancestral, incorporando a esa solución las pencas de tunas, cuyas sustancias mucilaginosas debían atrapar las partículas más densas. Había que remover el agua para soltar el mucílago de las pencas y pudieran captar y decantar los metales pesados.
La curva del caudal del estero subía entre junio y noviembre debido a las precipitaciones nivales y de lluvias, incrementándose la turbidez, además por los caudales vertidos al Pocuro desde las quebradas El Toro, Hualtatas, Los Álamos y Zapallar. También había que considerar la menor cantidad disponible entre febrero y abril, que venía turbia por el derretimiento de glaciares del fondo de montaña. La segunda batea del circuito era la encargada de filtrar el agua ya decantada, captando las partículas menos densas al pasar por arena y/o carbón. Ya se estaba en condiciones de llenar la tercera batea, una de agua clarificada lista para desinfección.
El recuerdo realizado por Francisco le cambia el semblante, comentando los tragos de agua previos a la desinfección, al pasar por la batea, después de un desempeño bastante rústico, en una acalorada pichanga. Sin duda la flora antibacteriana de su estómago permitía la osadía. Doña Brisalia con regularidad mantenía un fondo de agua hirviendo, además del caldero de la cocina a leña, de esa manera se completaba el proceso, pues se eliminaban las bacterias, virus y protozoos patógenos. Unos tambores plásticos, metálicos y todo tipo de recipientes servían para el almacenamiento del vital alimento. Los cuarenta y seis kilómetros del estero, con abruptas bajadas y tranquilo fluir en la llanura aluvial, era domesticado por las bateas del campo.
Los Reinoso Mura caminaron la hacienda y todo lo que vino después. Descubrieron los altos andinos, la ganadería, la precordillera y el recorrido manso y desbocado del estero Pocuro, mas han visto lentamente el progreso, desarrollo y finalmente el agua potable de cañería. Hicieron el camino largo, tal vez por ello recuerdan con cariño las actividades de los tiempos remotos en la crianza de sus tres hijos, los hachazos de leña, el riego de la alfalfa, durazneros y vides, como también el ajetreo complejo de las pencas de tunas, en la clarificación de la a veces turbia agua del canal La Petaca.
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