Viernes, 3 de Octubre de 2025  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Hacienda El Recreo, Rinconada …

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Leandro Artemio Pérez recorre el llano El Horno y escala el cerro Colunquen con su armada de huachis, tal como lo hacía desde niño, en la década de los 70. Una brisa fresca lo acompaña, en un desordenado caminar climático de agosto, y su mente recorre cientos de meses, recordando el pasado. Una mirada desde media falda del cerro lo hace aterrizar con los nuevos tiempos, al ver cientos de casonas instaladas en la hacienda Rinconada, lo que antes eran terrenos de rulo, de ramoneos, pastoriles, trigueros y crianceros. A lo lejos un mugido de toro bravo, lo vuelve nuevamente a la hacienda antigua, sin poder discriminar si es la realidad, magia o imaginación.

Su peregrinaje ya ha dejado atrás el sector de la falda y luego de una hora subiendo alcanza la Aguada El Peral, quebrada que baja desde el cerro El Peñón detrás de la Mina Caracoles. Si bien la presentación u hoja de ruta de La Hacienda Rinconada, nos describe el paisaje de pie de monte en el cordón cordillerano de Chacabuco, con el gran cerro Colunquen terminando con La Giganta, hemos tratado de ubicar antiguos caminantes como Leandro Artemio Pérez y el octogenario Eugenio Arévalo, con el objetivo de recobrar la mirada de la Hacienda y posterior Asentamiento Cora.

La leyenda cuenta que el nombre de la hacienda “El Recreo”, se debe a unas horas de relajo que se tomaron los batallones que entraron por Los Patos y Uspallata, a los pies del Colunquen, previo a la batalla de Chacabuco. Desde el punto de vista ganadero, es muy interesante destacar a Fray Luis Beltrán, quien dirigió la labor de herraje, con doble clavazón, de la animalada que cruzó la cordillera, que incluía 9281 mulas, 1600 caballos y 700 bueyes para alimentación de la tropa. El viaje se inició el 17 de enero de 1817 en Plumerillo, con 3800 soldados, incluyendo oficiales, y 1200 milicianos, llegando a nuestro valle el 10 de febrero del mismo año. El crudo paso cordillerano, sólo permitió que sobrevivieran 4.300 mulares y 510 caballos. De todas maneras, casi cinco mil equinos, en lo que hoy es la Comunidad Hacienda Rinconada, debe haber sido todo un espectáculo.

Don Eugenio Arévalo, cargando muy bien sus años, adscribe al dicho “que los días pasan lentos y los años rápidos “, al acomodarse en una rústica poltrona, dispuesto a recordar su vida de inquilino. De fácil lagrimar, va a los grandes hornos de barro, distribuidos en el plan, entre los espinales, que abundantes hacían las huellas impenetrables, exceptos para el ganado cachudo y huesudo, ese antiguo descendiente del ibérico traído por los conquistadores.  Con la sabiduría del naturalista campesino hace una clase magistral, como si estuviera en un aula universitaria, describiendo la poda de los espinos (madera para carbón), dejando los brazos que le dieran una forma de copa, para que el ganado sesteara y rumiara los pastos nitrogenados que su proyección de ramas otorgara.

Luego de un rato, va a la aguada originada en la quebrada Los Troncos, a un costado del Colunquen, donde sintiendo el arrullo del Tucúquere, vio beber una leona de montaña con tres crías de mes. Sus relatos van acompañados con el sonido natural del campo, dónde es fácil imaginar la caída y flotación de la flor blanca de la patagua, la presurosa llegada a beber de una gorda perdiz y tímidos zorros merodeando a la espera de la soledad. El raco que baja la quebrada lo acompaña en el regreso cuando los cascos suenan firmes, pues su yegua mulata ya ha imaginado el fardo de su pesebrera. Mueve su cabeza de lado a lado, como con un tic, que lo transporta a inicios de los sesenta, otro siglo, donde se vivía de manera muy diferente.

La declaración de principios de la Comunidad Hacienda Rinconada reza “hemos querido darle un sentido positivo a vivir en zona rural, lejos del mundanal ruido y cerca del cielo y las estrellas”. La verdad que, escuchando los relatos de Eugenio, el inquilino que con ojotas y un saco harinero al hombro, comenzó a recorrer la hacienda hace ya sesenta y cinco años, y que vive a los pies de la comunidad, queda en nuestros sentidos, toda la injundia de ese paisaje, que hace más justicia a los campos y podría dar mayor sentido de pertenencia a las trescientas veintitrés familias que han llegado desde otros orígenes.

Sólo tenía quince años cuando ingresó a la hacienda El Recreo, cuyos piedemontes del Colunquen, eran en parte regados por el estero Pocuro. De sol a sol eran las jornadas de siembra a cosecha de cultivos tradicionales, entre otros: curaguilla, maíz choclero, cáñamo, ají putamadre, alfalfa, sandías, melones escritos, zapallos de guarda, cebollas para colgar, trigo de pan y chacararería. La parte cultivable era la del Recreo, mientras que la de pradera natural ganadera (vacunos, ovinos, caballares y caprinos) se denominaba Hacienda Caiceo. Recuerda la cabalgadura del administrador, quien, junto al capataz, supervisaban las intensas labores y tal como era la usanza de la época, en contadas oportunidades divisaban al patrón de nombre Nicolás Martel.

Eran los tiempos del campo a vela, con casas de quincha y adobe, de incendios eternos que se extinguían solos, con cuentos de leyendas y misterios, cantos de búhos milenarios, y mates cebados en calabazas con teteras ahumadas. Junto a doña Inés Vergara tuvieron tres hijos, criados a todo campo con pan amasado, tortillas de rescoldo y porotos burros, casi a diario. Camina su corredor, suspira y va al período del asentamiento y contra reforma agraria, finalmente fueron nueve los parceleros beneficiados, mas sólo él pudo resistir los embates del mercado y ha logrado mantener su casa y seis hectáreas de alfalfa.

Su mirada se aleja en la despedida, como volviendo a los 15 años, a las ojotas, saco harinero y miles de sueños por cumplir …

Agradecimientos a mi colega Iván Arancibia quien, con espíritu de historiador, logró ubicar a nuestros dos entrevistados, valiosos tesoros vivos de la historia que no se encuentra escrita. Un espíritu especial ha rodeado el relato, uno imperdible con los caminantes Leandro Artemio Pérez y Eugenio Arévalo Villalón.


 
 
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