Chile ha avanzado muy poco en convertir los barrios en espacios reales para los niños y niñas. Y cuando el barrio no protege, no acompaña y no inspira, las repercusiones se arrastran durante décadas. No es sólo urbanismo: es futuro.
La evidencia internacional es tan clara como incómoda. The Opportunity Atlas de la Universidad de Harvard muestra que “crecer en un buen barrio puede incrementar las ganancias de por vida en unos US$200.000”. El informe de Claremont McKenna recuerda que “el código postal predice el destino económico mejor que cualquier otro indicador”. La BBC concluye que los primeros 16 años en un territorio “determinan los ingresos de la adultez”, y The New York Times revela que niños de sexto básico en barrios acomodados están cuatro años por delante de quienes viven en los sectores más vulnerados.
Si el barrio es uno de los mejores predictores de la vida, entonces no basta con lamentarse: hay que intervenirlo pedagógicamente. La UNESCO (2023) insiste en que la comunidad es un “ecosistema de aprendizaje”, y la OCDE (2021) reafirma que los aprendizajes más significativos ocurren en contextos situados, colaborativos y emocionales. Aun así, Chile sigue atrapado en la idea de una escuela que educa sola, aislada, rodeada de muros y protocolos.
Lo cierto es que existen políticas educativas que permiten un trabajo intersectorial y territorial —desde las redes comunales de infancia hasta los programas de convivencia, salud escolar y seguridad comunitaria—, pero todavía funcionan como piezas sueltas, como engranajes que no se tocan. Falta fuerza, articulación y una decisión política nítida de poner a las escuelas en el centro de la trama comunitaria: municipios, CESFAM, Carabineros, y ONG deben dejar de ser actores paralelos y convertirse en socios permanentes del aprendizaje.
Porque si el barrio determina tanto, entonces el barrio debe ser un espacio educativo, no sólo un escenario donde la vida ocurre accidentalmente. Necesitamos escuelas con autonomía para crear proyectos con sus territorios, para fortalecer los vínculos con las familias, para abrir las puertas a las organizaciones locales y para encender, desde ahí, altas expectativas sobre lo que niños, niñas y jóvenes pueden llegar a ser. Sin esa alianza profunda, seguiremos confirmando la profecía de Abuauad en vez de revertirla.
El Congreso Pedagógico y Curricular del MINEDUC (2024) lo dejó claro: Chile debe avanzar hacia metodologías activas, salidas pedagógicas, aprendizaje situado y trabajo con la comunidad. Pero estas conclusiones quedarán en papel si no se entiende que un profesor no educa sólo en la sala de clases, sino también en la calle, en la plaza, en el barrio que rodea a la escuela. Educar con el territorio no es una novedad; es una deuda.
Si sabemos que el barrio predice el destino, ¿por qué no convertimos ese destino en oportunidad? ¿Seremos capaces de construir comunidades educativas que abracen a la escuela en vez de dejarla sola? ¿O seguiremos aceptando que el código postal decida por nuestros niños lo que ni ellos ni nosotros nos atreveríamos a decidir? El desafío es profundo y urgente. Y comienza —inevitablemente— en el barrio donde Chile sueña, tropieza y aprende.
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