El cambio presidencial en Chile —en un escenario intensamente polarizado y vivido por amplios sectores como un dilema entre proyectos experimentados como irreconciliables— puede operar como un amplificador del malestar psíquico, tanto a nivel individual como colectivo. El acto eleccionario reactiva tensiones estructurales del psiquismo humano: un conflicto originario y persistente entre lo bueno y lo malo, entre frustración y satisfacción, entre la realización del deseo y su inevitable limitación. La elección, en este sentido, no crea el conflicto; lo pone en escena, lo dramatiza, lo vuelve visible y emocionalmente intenso.
En tiempos de incertidumbre social, económica e institucional, la ciudadanía tiende a identificarse de manera masiva con líderes, candidaturas o proyectos políticos, depositando en ellos expectativas de reparación, protección, seguridad y restauración narcisista. Esta identificación rara vez se reduce a la adhesión racional a un programa o a un conjunto de propuestas técnicas: se trata, más bien, de una apuesta afectiva profunda, donde se proyectan anhelos diversos —justicia, orden, seguridad, reconocimiento, prosperidad, acceso a la salud, a la educación, a una vida vivible— que, aun siendo plenamente legítimos, se inscriben en el registro del deseo y de su promesa de realización.
Cuando el candidato o proyecto con el que el sujeto se ha identificado resulta derrotado, la amenaza a esa realización se vuelve evidente: emerge la experiencia de frustración, de pérdida, de desventura, acompañada por afectos reactivos como la rabia, la ira, el resentimiento o la agresividad. Este fenómeno no es patrimonio de un sector político determinado; ocurre a ambos lados de la papeleta y forma parte del sino humano frente a la experiencia de la pérdida y al peligro de ver frustradas las propias esperanzas. La escena electoral se transforma así en un espacio privilegiado donde cada persona tramita conflictos internos —agresión y dependencia, ambivalencia y desamparo, idealización y decepción— a través de categorías políticas que funcionan como contenedores simbólicos de angustias, temores y expectativas.
Desde Freud, este proceso remite directamente al núcleo del malestar en la cultura: la tensión permanente entre las pulsiones —el empuje del deseo— y las exigencias de la vida social y cultural. En contextos críticos, esta tensión se exacerba y puede traducirse en un aumento de la ansiedad, en la hostilidad hacia el diferente, en la euforia omnipotente asociada al triunfo o en profundas heridas narcisistas frente a la derrota. La política, en estos momentos, deja de ser solo un espacio de deliberación racional y se convierte en un escenario donde se juegan afectos primarios, identificaciones intensas y fantasías de salvación o de catástrofe.
La elección, en este marco, tensiona la capacidad democrática de la población, entendida no solo como adhesión a normas institucionales, sino como una forma de madurez emocional: la posibilidad de tolerar la diferencia, de sostener la incertidumbre sin recurrir compulsivamente a figuras autoritarias, y de “jugar” con las ideas —en el sentido winnicottiano— sin vivirse amenazado por ellas. Cuando esta capacidad vacila —ya sea por condiciones de precariedad social, historias traumáticas no elaboradas o un deterioro sostenido de la confianza institucional— emergen con mayor fuerza fenómenos de idealización y demonización, dinámicas de dependencia masiva, ansiedades persecutorias y un impacto significativo sobre la estabilidad emocional individual y comunitaria.
El resultado es que el cambio presidencial deja de percibirse como un acontecimiento democrático relativamente esperable y pasa a vivirse como una crisis subjetiva: para algunos, como una promesa de reparación y triunfo narcisista; para otros, como una amenaza existencial, una catástrofe inminente o una experiencia profunda de desmentida y no reconocimiento.
En este contexto, la salud mental de la población se ve atravesada por el proceso eleccionario: aumentan los niveles de ansiedad, la polarización afectiva, la intolerancia al disenso, los conflictos familiares y laborales, y una gama de manifestaciones que van desde la irritabilidad persistente hasta la desesperanza y el replegamiento.
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