Sabado, 20 de Abril de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Si se sube la leche en la cocina, se rompe la ubre …

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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En los años 40, doña Raquel estaba atenta al encierro de los terneros a eso de las 4 de la tarde. Dos vacas overas negra, grandes y huesudas habían pastado en el potrero del olivar, junto a sus crías, durante toda la jornada. Esa era la hora señalada para separar becerras de madres, de manera que acumularan leche para la ordeña de las 7 de la mañana del día siguiente. Unos bramidos desordenados se escuchaban a la oración, pero luego se dormían rumiando.

En uno de los rincones más lindos del valle se escuchaban los mugidos de un puñado de vacas, no muy lejos de ahí, respondía escarbando el suelo un toro mocho que dominaba los lomajes. El fundo El Barro, a los pies de Campos de Ahumada, escondía laberintos, pequeños tranques, pie de montes fértiles, olivares y el icónico cerro con baños de barro. De casa en casa se encontraban los corrales de encierro, donde los campesinos manejaban las overas.

La leche pura, al igual que en muchos lugares del campo en la actualidad, constituía un alimento básico, de manera que sus derivados fluían a cualquier hora. Fiestas con chilenitos de manjar blanco, postres de leche asada, cola de mono, queso asado en la parrilla al desayuno y tantos otros. Inolvidables comentarios llenos de sabores recuerdan la leche de apoyo con aguardiente y azúcar, previo al desayuno.

Una de las creencias más arraigadas del mundo campesino de la época era cuidar que no se subiera la leche al momento de hervirla. Por ello, doña Raquel no despegaba los sentidos en esos minutos. Sin embargo, no faltaba la distracción y el lechero mostraba sus colores de tonos café, que acusaban el rebalse. Un sentimiento de culpa embargaba la lechera, que, a los días siguientes, coincidentemente con alguna mastitis, descubría las partiduras e hinchazones de las glándulas.

La tierra andina a mediados del siglo XX, sin duda era ganadera, con grandes extensiones de cultivos y praderas, buenas engordas y tambos lecheros. Los campesinos de las haciendas criaban su ganado de engorde para las necesidades extras y no faltaba un par de vacas para la leche. Raquelita, en esa época, se ufanaba de sus vacas criollas que descendían de las razas ibéricas, pues aún era muy lenta la entrada de ganado especializado de leche, como las razas holandesas de la actualidad. Ese rebaño criollo de una nobleza sin igual, aún subsiste luego de cinco siglos, y recuerdan a Cristóbal Colon, quien atravesó por vez primera el Atlántico, el año 1492, con un puñado de ese ganado.

Domingo recuerda de pequeño el corral de encierro de su madre Raquelita. Constaba de un pajal techado, para resguardar los terneros, y un corral aledaño con varas de álamo, amarradas con alambre de fardo a los pilares de acacio. La puerta con argolla de alambre en la base y parte alta, compuesta por delgadas varas de coligue. Fundamental era un palo muy fuerte de molle que firmemente enterrado servía para amarrar la vaca en la ordeña. Estas instalaciones parecían descuidadas, sin embargo, eran fundamentales en el rubro.

Los quesos se hacían a diario: leche cortada con cuajo en el balde, hasta lograr los grumos apelotonados, que los fuertes brazos de la patrona Raquel estrujaban en cuadrados zunchos. Las escurridas de suero no se perdían, pues iban a la alimentación del cerdo engordado para el invierno. Una vez conseguida la forma se almacenaba en una despensa fresca para su maduración. Lo importante no era la venta, se acostumbraba al trueque, pero principalmente asegurar los desayunos con el producto oreado y bien asado en la parrilla del brasero.

En primaveras de años buenos, donde los cerros tenían abundancia de pastos, se llegaba a ordeñar hasta tres vacas, produciendo un excedente que el “Chico Beto“, recogía a diario en una carretela mulera, la que lentamente bajaba la ruta de polvaredas, para repartirla en la plaza de San Esteban, donde parroquianos no dudaban en acercarse. Una hervida ligera y con sabores a canela armaban un postre de excepción, en las desperdigadas casas del valle comunal.

La leche se subía, no sólo en el fundo El Barro, lo hacía también en El Huape, en Lo Calvo, en los Altos Campos de Ahumada, La Chaparrina y Casona Lo Ermita, las creencias campesinas hacían la diferencia en el cuidado de sus vacas, y la verdad tuviera o no una relacion con la partidura de las ubres, lo importante de ese romanticismo, era el cuidado y amor por su patrimonio que se sigue llevando en el alma, incluso hasta nuestros días.


 
 
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