Pocas veces reflexionamos sobre el origen del concepto de robot, tan presente hoy en las conversaciones sobre tecnología y futuro. La palabra surge en 1920, del término checo "robota", que significa trabajo forzado o servidumbre, popularizada por el escritor Karel Čapek. Años más tarde, Isaac Asimov acuñó el término robótica y formuló sus conocidas Tres Leyes, principios éticos ficticios destinados a garantizar que los robots, esos asistentes mecánicos de sus novelas, no dañaran a los humanos. Paradójicamente, lo que parecía ciencia ficción comienza a acercarse a nuestra realidad cotidiana.
Hoy, según la Federación Internacional de Robótica (IFR), un robot es un mecanismo programable, dotado de cierta autonomía, capaz de realizar tareas físicas con poca o ninguna intervención humana. Pero esa autonomía, que diferencia a los robots de las simples máquinas, depende directamente de su capacidad para interactuar con el entorno. Es aquí donde la inteligencia artificial (IA) se hace indispensable, permitiendo que los robots puedan percibir, aprender y decidir sus acciones.
A nivel mundial, la robótica vive un auge sin precedentes. Según datos de la IFR, en 2024 se alcanzó un récord de 3,9 millones de robots operativos. La clave: la integración de tecnologías avanzadas como visión artificial, aprendizaje reforzado y los llamados grandes modelos de lenguaje. Esto ha permitido que los robots evolucionen desde simples brazos electromecánicos a verdaderos asistentes colaborativos.
¿Y qué sucede en Chile? aunque la adopción de estas tecnologías avanza más lentamente que en potencias globales, ya se observan casos concretos en distintos sectores. En la minería, la mina Gabriela Mistral de Codelco destaca a nivel mundial por operar con camiones autónomos, mejorando seguridad y eficiencia. En el comercio, el robot chileno Zippedi, equipado con visión artificial, recorre supermercados verificando stock, exportándose incluso a grandes cadenas internacionales. En el ámbito médico, sistemas como Da Vinci y ROSA permiten realizar cirugías complejas de forma menos invasiva y con alta precisión. Incluso en agricultura surgen ejemplos: el robot Element, impulsado por energía solar, utiliza inteligencia artificial para desplazarse entre cultivos y eliminar malezas de forma autónoma, mientras que maquinaria de cosecha incorpora cada vez más componentes robóticos para automatizar procesos tradicionalmente manuales.
Frente a este escenario, el desafío para Chile no es menor. Formar el talento especializado que permitirá sostener esta transformación tecnológica es clave. Universidades nacionales ya ofrecen carreras y programas de postgrado en automatización, robótica e inteligencia artificial, como el caso de la Universidad Andrés Bello, que desde 2007 imparte la carrera de Ingeniería en Automatización y Robótica. Recientemente, se sumó además el primer doctorado en IA del país, apoyado por un Fondo de Innovación para la Competitividad en la Región del Biobío, lo que refuerza la apuesta por la formación avanzada en estas áreas estratégicas.
Sin embargo, no podemos quedarnos solo con los casos de éxito. A pesar de los avances, el país enfrenta aún desafíos importantes en su camino hacia la plena adopción de tecnologías avanzadas como la robótica y la inteligencia artificial. Uno de los mayores obstáculos es la falta de infraestructura tecnológica y el acceso desigual a estas herramientas entre las grandes empresas y las pequeñas o medianas.
Para que Chile pueda aprovechar todo el potencial de estas tecnologías, es esencial que se fortalezcan las políticas públicas en materia de educación, infraestructura y financiamiento a la innovación, promoviendo una integración más inclusiva que permita a las empresas y la sociedad el acceso y la mejora de procesos productivos. Así, aquella palabra checa "robota" que hace un siglo aludía a servidumbre, hoy podría representar en Chile un nuevo concepto: el de aliados tecnológicos al servicio del bienestar social y el desarrollo industrial, tal como alguna vez lo soñó Asimov.
|