La reciente implementación de la Ley 21.600, que crea el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas (SBAP), ha abierto una grieta profunda entre el mundo ambiental y el empresarial. Detrás de los titulares sobre “sitios prioritarios” y “riesgos para la inversión”, se esconde una tensión más antigua: la disputa entre conservar la naturaleza o seguir sacrificándola en nombre del crecimiento.
Chile era uno de los pocos países sin una institución dedicada a la biodiversidad. El SBAP busca corregir esa deuda, creando una estructura estatal que ordene las áreas protegidas y promueva la conservación fuera de ellas. Un paso necesario, en un país donde más del 60% de los ecosistemas está degradado. Sin embargo, el entusiasmo inicial se ha transformado en alarma para gremios como la minería, la agricultura o la construcción, que acusan “falta de certeza jurídica” y advierten un “congelamiento productivo”.
El discurso empresarial advierte paralización de proyectos, pérdida de empleos, “invasión regulatoria”; aun cuando hay que reconocer que la incertidumbre es real. Faltan reglamentos, plazos claros y mecanismos de transición para las actividades ya instaladas. La implementación precipitada de zonas protegidas sin participación ni compensaciones adecuadas puede convertirse en un nuevo foco de conflicto socioambiental.
El dilema no es técnico, sino moral y político. ¿Podemos seguir considerando la biodiversidad como un costo colateral del progreso? ¿O asumimos, al fin, que sin ecosistemas sanos no hay economía posible? Cada bosque arrasado, cada humedal rellenado, erosiona silenciosamente la base que sostiene la producción misma: agua, suelo fértil, clima estable. No es romanticismo ecológico; es realismo económico de largo plazo.
Las empresas tienen razón en pedir claridad, pero se equivocan cuando plantean que la protección ambiental es incompatible con el desarrollo. Lo que está en juego no es detener la economía, sino transformarla. El SBAP puede ser un obstáculo si se convierte en una maquinaria burocrática, pero también una oportunidad si redefine el desarrollo.
El problema es que Chile sigue atrapado entre la urgencia ecológica global que exige transitar hacia economías regenerativas y un aparato productivo que mide el éxito solo en PIB y exportaciones. El SBAP se instala justo en ese cruce de caminos. Por eso, más que una ley ambiental, el SBAP es una prueba política. Mide cuánto estamos dispuestos a cambiar las reglas del desarrollo para dejar de devorar los cimientos que lo sostienen. Si la implementación se hace con transparencia, participación y visión de largo plazo, el país podría dar un salto histórico hacia una economía que cuide su patrimonio natural.
En el fondo, el dilema del SBAP no es entre economía y ecología. Es entre mirar al próximo trimestre o mirar al próximo siglo.
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