El arribo de José Antonio Kast a La Moneda inaugura una etapa política marcada por expectativas intensas y plazos breves. No se trata solo de un cambio de signo ideológico en la sociedad chilena, sino del reflejo de un cansancio social acumulado tras años de incertidumbre, violencia y estancamiento. Precisamente por ello, el nuevo Gobierno enfrentará un escenario particularmente exigente: el margen de espera para mostrar resultados será sustantivamente menor que el concedido a administraciones anteriores.
Las prioridades que explican el triunfo de Kast son claras: orden público y seguridad, control de la migración irregular y crecimiento económico se han instalado como demandas urgentes para una mayoría ciudadana que percibe un deterioro sostenido en su calidad de vida. La promesa de restablecer el orden y la autoridad del Estado, junto con la expectativa de reactivar la economía, operó como un eje clave en un contexto de hastío frente a la incapacidad del sistema político para ofrecer respuestas eficaces.
Sin embargo, el cumplimiento de estas expectativas no dependerá únicamente de la voluntad presidencial ni de la claridad del diagnóstico de los problemas que aquejan al país. Un factor decisivo será la capacidad del Presidente para articular políticamente a las fuerzas que lo respaldaron en el balotaje, muchas de ellas diversas en sus énfasis y prioridades (Chile Vamos y Libertarios principalmente). Más aún, el éxito del Gobierno estará estrechamente vinculado a su habilidad para generar acuerdos en un Congreso donde no cuenta con mayorías automáticas.
En este punto, la figura del nuevo Ministro Secretario General de la Presidencia adquiere una relevancia estratégica. La coordinación de la agenda legislativa, la negociación política y la construcción de consensos mínimos serán tareas centrales para evitar que las expectativas depositadas en el Ejecutivo se diluyan rápidamente en la parálisis institucional. La gobernabilidad, más que la confrontación, será la prueba decisiva de esta nueva administración.
La llegada de los republicanos al poder, por otra parte, no puede analizarse únicamente como un triunfo de la derecha (quien crea que el país ideológicamente se ha derechizado está profundamente equivocado) es también una derrota profunda del progresismo chileno. La justificación de la violencia durante el estallido social por amplios sectores de la izquierda, el impulso de un proceso constituyente de carácter refundacional y maximalista, así como las evidentes falencias del Gobierno de Boric, contribuyeron de manera decisiva a este resultado electoral.
La ciudadanía terminó rechazando no solo un proyecto constitucional, sino una forma de entender la política en la que la violencia fue relativizada como método de acción y presión. Si bien esta estrategia condujo, en un primer momento, a la apertura de un proceso constituyente y luego al acceso al gobierno, el desenlace fue el desgaste acelerado de la legitimidad del progresismo ante amplios sectores sociales.
Este escenario exige una profunda autocrítica de la izquierda, especialmente de su ala más radical. Controlar la tentación de incentivar o justificar la violencia como herramienta política se vuelve una condición indispensable para cualquier proyecto futuro que aspire a reconstruir confianzas democráticas. El triunfo de Kast no surge en el vacío: es, en buena medida, la consecuencia de errores persistentes y no asumidos.
El nuevo Gobierno inicia así su mandato bajo una doble presión: cumplir con promesas ambiciosas en un tiempo político acotado y demostrar que el orden, la seguridad y el crecimiento pueden ser compatibles con la democracia y el Estado de Derecho.
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