Mis recuerdos son las cordilleras. Una de adultez apegada a los altos cordones andinos, a una frontera llena de aprendizajes, desafíos y experiencias. Otra ligada a lomajes costeros, una niñez y juventud, donde se aferra a las raíces y forja el carácter, lúdica, aventurera y donde se decide, para qué somos buenos. Los caminos de Melipilla, Puangue, La Marquesa, Leyda, Las Palmas y El Turco, siempre me fueron acogedores, familiares, calmos, extraordinariamente didácticos, un ecosistema de estepa de espinos, que me hacían conocer rincones idílicos. Cómo no recordar atraviesos de a caballo, cayendo a la estación histórica de Leyda, con caminos que indicaban a San Juan y también a la costa.
Por ese conocimiento, me emociona adentrarme en la historia de Santo Domingo, cuando tres visionarios, en la década del cuarenta, como Carlos Cariola, Alfredo Bouey y Ernesto Bozo en un tono un tanto exagerado pero divertido recuerdan que iniciaron obras en el lugar donde sólo habían “dunas, cardos y conejos”. Bueno la verdad que había mucho más que eso. De hecho, ya los incas se habían asentado en el lugar y la milenaria piedra del sol, o Intihuatana, fue utilizada como lugar de adoración. Pero la historia continuaría y junto a un grupo de arquitectos, realizaron el diseño del balneario, y sabemos que es uno de los más hermosos del país, sin embargo, esas dunas, tuvieron que ser domadas y la hicieron de manera costumbrista, plantando bosques y regándolos a punta de carretas tiradas con bueyes, cargadas con fudres con agua.
En tiempos actuales otro adelantado, Eduardo Fernández León, destacado empresario de 85 años, vuelve a sus raíces en los cerros de Santo Domingo, a los recuerdos de recorridos de a caballo con su padre Luis Alberto, para trascender con un proyecto ecológico de nivel superior. No podría haberlo imaginado, sin la impronta familiar, sin el conocimiento de cada paso de quebrada, de cada invierno de grandes lluvias, ni otros de sequías. Imposible querer hacerlo, de no haber amado cada sendero de teatinas, cada vuelo de perdiz, cada aullido de zorro o zumbido de bandadas de tórtolas. Para que invertir si no hay un alma ligada al campo, a la historia, a un mañana, o a un grito de la tierra que implora amparo. He llegado al imaginario de Eduardo, su legado, el Parque Tricao de Santo Domingo.
Ya se han ido los bueyes de antaño y los fudres de madera para acarrear agua, la intervención del ecosistema es moderna, un gran tranque muy planificado denota una veta geológica ingenieril, la arquitectura está por todos lados, y el paisajismo nos lleva a un estudio ecológico con profundidad científica. Mas las raíces del campo se manifiestan en la mano artesanal de Narciso Cabrera, oriundo de la localidad de Leyda, la misma de la estación de trenes desaparecida en el incendio forestal de 1984, similar al paisaje de estepas y viejas polvaredas de ovinos, también la de palomitas de delantales blancos con pasteles dulces a orillas de camino. Sus manos y alma van por el lado de los fierros y grandes planos de gruesos latones oxidados con representaciones de aves de alas abiertas, nos recibe de icónica manera.
Lomajes, laderas y quebradas son mis recuerdos. Espinos, molles, litres, peumos y chaguales, junto al lejano canto de loicas, me lleva a la estepa que de niño conocí. Una naturaleza muy sana con rapaces saltando en los caminos, da cuenta de ese equilibrio ecológico que siempre se persigue. Esa es la entrada al campo Las Brisas de Santo Domingo, que es deseable esperar, incluso antes de visitar sus intervenciones ecológicas, realizadas para mejorar la naturaleza, volver al pasado de los primeros aborígenes, como deseaba realizar Eduardo. Paredones de roca caliza llena de cuevas, hacen imaginar un hábitat propicio de aves y animales. Bosquetes tupidos de exposición sur y suaves lomas muy verdes de manera completamente natural, ya cierran mi círculo de aspiraciones.
Unas curvas que bajan te llevan al aviario, la humedad de la mañana ya despertó las aves exóticas y una sinfonía se escucha desde lejos. Los peumos rodean la entrada con racimos de frutos rojos que inconscientemente tratan de opacar la puerta que se presenta como un gran canasto, realizado con tejidos metálicos. Un verdadero bosquete de cordillera de la costa que se muestra como un relicto, con todas sus especies, se presenta en un estilo jurásico, con aves de los cinco continentes peleando el protagonismo. Aleteos y gritos de los coloridos turacos van dejando sin aliento, la verdad los desconocía y cuando me estaba concentrando en el t. cresta roja, se abalanzada el t. violeta, cresta blanca, cariblanco, schalow, persa o hartuby.
Cientos de recovecos casi te abruman con naturaleza. Sin embargo, los senderos terminan por abrirse al cielo al llegar al puente colgante, el cual lleno de luz, es como alcanzar y sobrepasar la altura de las nubes. Las copas del bosque te reciben, los rayos del sol te abrigan y las aves te muestran sus nidos.
Hace muchos años veíamos una serie brasileña llamada “Pantanal”, donde se recorría el amazonas en una chalana. Así me sentí al surcar el gran tranque en una segura balsa. También recordé la navegación de niño en los tranques de la cordillera costera, en balsas de sábila, los patos silvestres flanqueaban nuestro paso, un aguilucho miraba desde un álamo seco, las taguas se sumergían y nadaban sin preocuparse de la llegada de una colonia de cisnes de cuello negro. Básicamente era el viejo del río de la famosa serie, quien en esa aura de misticismo y misterio deambulaba entre caimanes y anacondas. El agua estaba calma, la lluvia nocturna había pasado, ni coipos ni zorros de orilla, mas siento su presencia, imagino sus movimientos, pues el hábitat está, lo hizo posible el pensamiento Tricao.
Viveros, plazoletas, canopy y humedales roban las miradas. Cientos de helechos y coirones miran correr los esteros y chapotear las aves silvestres de la costa interior. Un sitio que se ha constituido como uno de los aviarios más importantes a nivel mundial, si bien estamos lejos de una flora y avifauna de un amazonas, si debemos valorar este ecosistema enriquecido, como un paso en la protección del medio ambiente. El imaginario de Eduardo Fernández León se ha concretado. El heredado campo ha cambiado y su padre ya no lo reconocería. Las lomas llenas de cárcavas han reverdecido, los litres mágicos han vuelto a sus andadas, los molles se han llenado de tencas y hasta las desaparecidas diucas han doblado sus nidos.
Un ecosistema con el pájaro chucao (tricao) saltando en el estrecho camino de herraduras, y una mirada diferente, lo hizo posible. La misma huella que en los años cincuenta cabalgaron padre e hijo, hicieron la marca a fuego.
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