En los últimos años, el debate educativo en Chile ha estado marcado por la preocupación ante la desmotivación estudiantil, el ausentismo, la deserción y la baja retención en la educación superior. Se discute sobre contenidos, metodologías, recursos tecnológicos y resultados. Pero muy pocas veces nos detenemos a hacer una pregunta tan simple como crucial: ¿los estudiantes se reconocen a sí mismos como aprendices? ¿Tienen una identidad de aprendiz? Y si la tienen, ¿cómo es?
A primera vista, pueden parecer preguntas secundarias. Pero en realidad, están dirigida al corazón mismo de los procesos educativos. Porque aprender no es solo recibir información, cumplir con tareas o aprobar evaluaciones. Aprender también es un acto profundamente personal, en el que cada estudiante se enfrenta a la pregunta de si cree o no que puede aprender, si siente que vale la pena hacerlo, y si se ve a sí mismo como alguien capaz de crecer y transformarse a través del aprendizaje.
Desde hace más de una década, el psicólogo y educador español César Coll ha insistido en que uno de los grandes desafíos del siglo XXI no es solo aprender más cosas, sino construir una identidad de aprendiz sólida, flexible y habilitante. Es decir, que el alumnado sea capaz de construir una representación de sí mismos como personas capaces de aprender en distintos contextos y a lo largo de toda la vida. Y no se trata de una simple etiqueta superficial. Se trata de un proceso profundo de conocerse y reconocerse, y ser conocido y reconocidos por otros. Porque nadie aprende solo.
Lamentablemente, en nuestras escuelas y universidades ese reconocimiento está lejos de ser la norma. Muchos estudiantes transitan por el sistema escolar sin sentirse realmente vistos. Reciben notas, sí, pero rara vez reciben una señal clara de que sus esfuerzos, preguntas, ideas o avances tienen valor. Sin ese reconocimiento, es difícil que se construya una identidad de aprendiz. Y sin esa identidad, el aprendizaje pierde sentido.
Esto tiene consecuencias. Sabemos que una parte importante de la deserción escolar y universitaria no se explica solo por factores económicos. También tiene que ver con cómo los estudiantes se ven a sí mismos en relación con el aprendizaje. Si alguien ha pasado años sintiendo que no entiende, que no puede, que no es capaz, que no importa, ¿por qué habría de seguir? Si nunca se sintió un aprendiz competente —y no hablamos, aquí, de ser un buen estudiante, sino un buen aprendiz—, ¿por qué esperaría seguir siéndolo?
Por eso, además de las reformas estructurales necesarias, tenemos que avanzar hacia una pedagogía que se tome en serio la construcción de la identidad de aprendiz. Una pedagogía que no solo se focalice en los contenidos y las habilidades específicos, sino que también habilite a los estudiantes a reconocerse como sujetos que aprenden, que pueden aprender y que merecen aprender. Y eso pasa, entre otras cosas, por generar experiencias de aprendizaje con sentido, por promover relaciones pedagógicas basadas en la confianza y el cuidado, y por ofrecer espacios donde cada estudiante pueda sentirse protagonista de su propio proceso, no un mero espectador.
El desafío es clave e ineludible. Porque si queremos una sociedad donde las personas sean capaces de adaptarse a cualquier desafío que afronten en los nuevos escenarios sociales, necesitamos que sean capaces —ya sea en la escuela o en la universidad— de decir con convicción: yo puedo aprender, yo quiero aprender, yo soy alguien que va a aprender.
Eso es lo que está en juego. No solo mejores resultados. No solo mejores puntajes. Lo que está en juego es la posibilidad de formar ciudadanos con agencia, con autonomía y, en última instancia, con esperanza. Y esa posibilidad empieza, muchas veces, con una pregunta tan sencilla como poderosa: ¿cómo soy como aprendiz?
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