Chile inicia un nuevo ciclo político. La elección de José Antonio Kast como presidente se produce en un contexto marcado por el cansancio social, la búsqueda de orden y la necesidad de certezas frente a un escenario complejo. En tiempos así, la política suele concentrarse en lo inmediato, en aquello que promete resultados visibles en el corto plazo. Y es precisamente en ese tránsito donde la educación corre el riesgo de quedar desplazada: no por falta de palabras, sino por exceso de urgencias.
Sin embargo, la educación no es una política más. Es el espacio donde una sociedad define su futuro, donde se construyen las capacidades para convivir, pensar críticamente y proyectarse más allá de la contingencia. Cada nuevo gobierno enfrenta, por tanto, una responsabilidad mayor: comprender que la educación no puede ser tratada como un capítulo accesorio del programa, sino como un horizonte estratégico de país.
Más allá de las legítimas diferencias ideológicas, existe un consenso que la evidencia internacional y la experiencia chilena han ido consolidando. Una educación pertinente para el siglo XXI se sostiene sobre pilares que no admiten olvido. Tres de ellos resultan fundamentales: la calidad de los aprendizajes, el desarrollo profesional docente y la educación inclusiva. Renunciar a alguno no es una omisión técnica, sino una decisión política.
Hablar de calidad educativa exige superar una mirada reducida, asociada únicamente a resultados estandarizados o rankings escolares. La calidad, en su sentido profundo, es la garantía de aprendizajes significativos para todos los estudiantes, sin que el origen social determine el destino educativo. La OCDE ha advertido que los sistemas que mejoran de manera sostenida son aquellos capaces de combinar exigencia académica con equidad, entendiendo que la excelencia sin justicia termina vaciándose de sentido (OECD, 2017).
En ese mismo marco, el desarrollo profesional docente no puede seguir ocupando un lugar secundario. No existe reforma educativa viable sin profesores fortalecidos, reconocidos y acompañados. La investigación es clara: la mejora ocurre cuando los docentes cuentan con formación continua situada, tiempo para el trabajo colaborativo, retroalimentación pedagógica y condiciones laborales que hagan sostenible el acto de enseñar (Fullan, 2016). Cuidar a los profesores no es una concesión gremial; es una inversión estratégica en el corazón del sistema educativo.
El tercer pilar es la inclusión. No como consigna, sino como principio ético y pedagógico. Una educación inclusiva es aquella que identifica y elimina barreras para el aprendizaje y la participación. En un Chile diverso, atravesado por la migración, la desigualdad territorial y las brechas socioeconómicas, la inclusión no debilita la calidad; la desafía y la fortalece, obligando al sistema a ser más justo, más inteligente y humano (UNESCO, 2017).
Incluso la violencia escolar, que hoy inquieta con razón a la ciudadanía, no se aborda únicamente desde la sanción o el control. Se enfrenta con escuelas que funcionan como comunidades, con equipos de apoyo, con docentes preparados para educar en contextos complejos y con políticas que entienden la convivencia como un proceso formativo.
La elección ya pasó. Hoy comienza el tiempo de las decisiones estructurales. Si el nuevo gobierno aspira a dejar una huella duradera, la educación no puede quedar en segundo plano. Porque los países no se definen solo por el orden que buscan imponer, sino por la educación que son capaces de garantizar. Y en ese desafío, Chile no puede darse el lujo de olvidar lo esencial.
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