Viernes, 9 de Mayo de 2025  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural…La Galleta de Hacienda …

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Mayo es el mes del patrimonio, donde diferentes museos, casas coloniales, iglesias y construcciones del pasado, abren sus puertas y una historia se impregna en el alma. Algo material se palpa y muestra un camino al pasado, una aventura que es factible imaginar. Si bien nuestro país no ha sido pródigo en mantener esas huellas, normalmente nos vanagloriamos en la zona rural de las costumbres y tradiciones, sin embargo, bastante gente percibe que siempre se llega a lo mismo. Creo que el campo chileno tiene mucho que ofrecer, mostrar y proponer, de manera de alumbrar y enriquecer el patrimonio.

Metafóricamente con la ayuda de un viejo chonchón, ese de las peregrinaciones o riegos nocturnos, llegamos al 1.600, cuando en un predio de nuestra región se amasó la primera galleta de campo. Una galleta de masa especial, cascara dura que llego a hacer un recorrido de 400 años, y a lo menos merece ponerla en la palestra. Recuerdo que hace 50 años la probe en la Hacienda Las Palmas de Leyda, las manos de don Manolito estiraban la receta a diario, la escondía bajo un paño muy blanco, para finalmente hacerla arder en un gran horno de barro.

Si bien no hay muchos registros de la época, es sabido que, alrededor de 1630, en la Hacienda El Ingenio, en Alicahue, comuna de Cabildo, que pertenecía a Catalina de los Ríos y Lisperguer, más conocida como “La Quintrala”, entre las regalías a quienes cultivaban los extensos campos de caña de azúcar, se destacaba la entrega de dos galletas de campo por día a los mestizos e indios libres que ahí laboraban. Los conquistadores llamaban “Ingenio “, al lugar donde se realizaba un proceso industrial. Dichos campos se convirtieron en el único lugar donde se cultivó la caña, que cubría todas las necesidades del reino de Chile.

Esa masa que debía quedar como dos medias bolas, se fabricaba con harina candeal, grasa de chancho o vaca, levadura y sal de mar. También se intentaba una gruesa corteza, que en el fondo sellaba la masa y hacía que su duración se extendiera por muchos días. Aunque por fuera estuviera endurecida como piedra, la rica masa de su interior se podía conservar intacta hasta por varias semanas. Al consumirla de niño, la encontré un tanto insípida, de manera que era un alimento que requería un acostumbramiento. Obviamente comparada con las tortillas de rescoldo de las tías, salía en desventaja.

Esta regalía iniciada en los carrizales de Cabildo, fue poco a poco siendo asumida por los jesuitas, que eran dueños de gran parte de los latifundios del país. De esta manera se fue alcanzando un derecho que llegó a todos los campos, de una manera tan natural que nunca se necesitó una legislación al respecto. Manolito Vera en esa década de los años sesenta, tomaba una posta de una de las tradiciones del campo, que envolvía una rutina de trasladar la leña para el horno con una carreta de bueyes, hacer unas escobas de romero para barrer las brasas y entre otras cosas descoser los quintales de harina para que doña Mercedes encandelillara los blancos paños.

No es casualidad que la galleta de campo fuera parte esencial de las raciones de los soldados chilenos durante la Guerra del Pacífico, según consignan escritos de la época, puesto que la mayoría del contingente provenía de la zona rural central. En el reglamento de raciones del Ejército de Chile en dicha guerra se señalaba claramente que cada hombre, de general a soldado, debía recibir, para las marchas, dos galletas de campo al día y, en el campamento sólo una, considerando que se le servían dos comidas diarias. Así descrito, las galletas han quedado para siempre en los anales históricos, que escribieron esas plumas testigos de las batallas.

Los grandes predios del valle de Aconcagua del 1900, recogieron esa estructura, donde todas las mañanas los inquilinos hacían fila en los corredores de las casas del fundo, a la espera del llavero que entregaba herramientas y raciones de galletas. El fundo El Barro en el rincón base de la subida de Campos de Ahumada, San Esteban, aún tiene las huellas de esos campesinos caminantes, vaqueros, pastores trashumantes, chacareros, tomeros, tractoreros y encargados de la fragua. Los carboneros solitarios eran personajes imperdibles, impregnados de humo y sabiduría, en esos campos escondidos.

Ese ingenio en las tierras de la Quintrala, la colorina con cabellos color quintral, se originó gracias a la adaptación del cultivo que trajeron los conquistadores desde las tierras de Nueva Guinea. Cien años antes ya se había introducido a México y adaptado muy bien al clima subtropical. La luminosidad, suelos y riego de la zona de Cabildo, pudo acoger esas cañas capaces de fijar el nitrógeno, asociadas a bacterias que se desarrollaban en los espacios intercelulares de las cañas. La galleta hizo soportar prolongadas jornadas de trabajo, asociada a altas temperaturas de pequeños hornos que en varias etapas iban logrando el dulce cristal.

Esa galleta de campo no la puedo separar del amasijo de don Manuel Vera y su acontecida mujer, doña Meche Santander, quien no paraba un instante en sus quehaceres de campesina, al lado de un pajonal repleto de naturaleza, en la antigua hacienda de la costa central. Manolito y su dificultad para caminar, lo hacía una persona muy particular, jamás claudicó en el manejo de las yuntas de bueyes en el acarreo de leña, en el recorrido de lomajes cortando los romeros para las escobas y menos en su religiosa puntualidad para sacar los gruesos panes en las ajetreadas jornadas de la hacienda Las Palmas, Leyda …

Un agradecimiento muy especial al conocido historiador chileno Sr. Guillermo Párvex, quien, a través de una gratísima conversación, entrego antecedentes notables de esta cuasi extinta tradición.

 

 


 
 
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