El corralón de pirca guarece los pingos. Una explanada en Guardia Vieja asienta un último descanso, antes de decidirse enfilar esa montaña que empieza a rugir con heladas neviscas, movimiento de avifauna y un Raco que indica la posibilidad o no de iniciar la escalada. Los perros están tranquilos y los fondos de comida con pan y afrecho no se hacen esperar. Don Heriberto dirige la travesía y ordena a los conductores una revisión de rueda, engrase de mazas incluida, para evitar sorpresas en las pasadas de calamina. Los pasajeros que muestran toda la paciencia del mundo comentan los últimos acontecimientos del valle.
Francisco regresa de la entrada de Juncal, había realizado una necesaria avanzada, observando el camino, posibles rodados, bajada del puma, actividad de los cóndores y especialmente rastros polvorientos que se podían ver a lo lejos de carretas viniendo del oriente. Ya era fines de abril, y las precauciones que debían tomarse eran de mayor cuantía, por lo tanto, una bajada de viajeros aumentaba la probabilidad de éxito en la travesía de don Heriberto. Una casita de quincha hacía las veces de restaurant en Guardia Vieja, una sopa caliente, pan humeante y paila con huevos bien colorados, animaban los estómagos.
Era fines del 1800 y el movimiento de los trazadores de la línea del Transandino se observaban a lo lejos, subiendo la media falda, mientras que más abajo ya se empezaban a acomodar los gruesos robles sobre la ruta. Ya todo cambiaría, sin embargo, don Heriberto tenía claro que su actividad aún tendría vida por muchos años más. Unos sacos de yute afirmados con un cordel sobre la cabeza de mulas y caballos guardaban alfalfa de quinto corte, para que se alimentaran mientras durara la estadía en los cercos de piedra.
Don Víctor Oyanedel y señora, provenientes de la capital, trataban de apurar la subida, pues se rumoreaba que era abogado y necesitaba asistir a una ceremonia en Junín.
Cerca de mediodía, ya todo estaba dispuesto para iniciar la subida, al menos hasta el descanso de Portillo, Laguna del Inca, donde se encontraban instalados dos ingenieros noruegos, Rosenquist y Berg, contratados por el gobierno chileno, para realizar los trabajos de campo del Transandino.
Dos carretas marcaban la marcha, ambas con parejas de mulas, las más tiradoras en el plano inclinado, luego otras dos enyuntadas con yegua y caballo respectivamente, para cerrar con otra de mulas. El orden no era antojadizo, pues los pingos eran más inseguros en la marcha y algo espantadizos. Los relinchos del caballo colorado, algo indicaban, era común que olieran en el ambiente los pasos del león de frontera.
Se podría calificar la subida como bastante lastimosa. Una marcha lenta en medio de los gruesos copos de nieve que se iban tupiendo con la altura. El rechinar del golpeteo de los cascos en el duro suelo retumbaba en los cajones interiores y el lomo de las mulas iba lentamente cambiando de color, pues su pelaje sostenía la blanca plumilla. El Sr. Oyanedel cambiaba de humor luego de recibir continuos vasos de un fuerte destilado en botijas de cerámica, utilizado en los cruces para capear el frío. La marcha cumplía la distancia programada para la primera jornada y el refugio de Portillo era la opción para pasar la noche. La humedad de los gruesos abrigos de los viajeros y ponchos de los cocheros eran secados en animadas fogatas, en el interior de la casa de piedra.
Un reparador desayuno y carne seca en las alforjas para colación invitaban a conquistar ese caracoleo que los llevaría a la cumbre del cerro, conocido años después como Cristo Redentor. Los caballos y yeguas ya estaban más acostumbrados al camino y esa subida les correspondía tirar el resto de la piara. Un sol alto aparecía en la segunda jornada, situación que los animaba a pasar la cima y caer a Puente del Inca tipo cinco de la tarde, cuando las bajas temperaturas empezaban a hacer mella en mulares y viajeros. Ya estaban completando el segundo día y descansarían en otro campamento para tratar de cumplir el objetivo al día siguiente. El licenciado Oyanedel ya se había convertido en el alma del circuito.
Las dos últimas jornadas, los encontraba con otro ánimo. Las bestias marchaban a mejor ritmo, excepto en la subida de Paramillos. Los poblados se hacían más acogedores y la comunicación de los viajeros manifestaba jolgorio en los descansos termales de Puente de Inca, Villavicencio y Cacheuta. En Uspallata respondían muchas consultas de los arrieros y cabalgatas que estaban iniciando la última etapa de su viaje a Chile, con los íntimos deseos de lograr el cordón fronterizo sin encontrar grandes tormentas. Efectivamente al Sr. Oyanedel lo estaban esperando con una importante comitiva en una hacienda de Junín, dejando con la intriga al resto de los viajeros y un dejo de buen sabor de boca, al haber compartido con el destacado licenciado.
Si bien sólo 200 kilómetros distancian a Los Andes de Mendoza, la historia le hace honor a la profundidad de la montaña, los imponentes morros de Juncal y Aconcagua han merecido el respeto de los primeros pueblos hasta nuestros días. La historia ha escrito que era un millar de carretas que año a año desafiaban el paso cordillerano, en la época que se presenta la reseña. Un reconocimiento a los troperos y carreteros andinos y mendocinos, recuas, aventureros de nuestros pueblos y a los funcionarios que, instalados en el control de Río Colorado, el recordado Resguardo, hacían patria en sus funciones.
Durante 300 años, los caminos de Sudamérica fueron de las carretas, arrieros y troperos.
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