En los últimos días, Chile ha despertado con noticias que parecen sacadas de una serie oscura: un joven convertido en sicario, una banda llamada La Jauría que asalta y amedrenta en plena ciudad. No es ficción: es la vida que se impone en los márgenes, donde la violencia se disfraza de éxito y la muerte se normaliza como un oficio más.
“La educación es un derecho y un deber preferente del Estado”, proclama nuestra Constitución. Sin embargo, frente a estas escenas, esa promesa parece un susurro que no alcanza a oírse en los pasajes donde la esperanza se ha ido. ¿Dónde estuvo la educación cuando la calle comenzó a ocupar el lugar del aula?
No se trata solo de delitos: son heridas abiertas en la trama social. Cada joven que elige el camino de la violencia lleva consigo la sombra de una ausencia: la de una escuela que no logró retenerlo, un profesor que no pudo tender la mano, un país que lo dejó aprender en la esquina lo que no aprendió en la pizarra.
Las cifras lo confirman con una frialdad que duele: 50 mil estudiantes desertan cada año en Chile (MINEDUC, 2024). Cada uno es un relato interrumpido. La OCDE advierte que estas brechas son una amenaza latente para la cohesión social (OECD, 2022). Y hoy vemos sus efectos, no en estadísticas, sino en titulares que desangran confianza.
La cárcel se vuelve entonces la última aula. Pero, ¿qué significa educar tras las rejas? ¿Basta con enseñar a leer y escribir para devolver la dignidad? La UNESCO (2023) nos recuerda que “la educación debe ofrecer no solo conocimientos, sino sentido y futuro”. Y ese sentido no se construye con parches: necesita programas que integren formación técnica, apoyo psicológico y oportunidades reales.
Porque el vacío también enseña. Y si ese vacío no se llena con proyectos, con afecto, con alternativas, otros lo llenarán con códigos que esclavizan. Durante años confundimos calidad educativa con rankings y pruebas, olvidando que la verdadera meta es la justicia social (Bellei, 2015). ¿De qué sirve subir en evaluaciones si seguimos cayendo en humanidad?
Necesitamos escuelas que sean refugio, políticas que crucen las fronteras del aula y entren en los barrios, que hablen el idioma de las familias y disputen la narrativa del narco. Hay experiencias que inspiran: las escuelas de segunda oportunidad en Europa, la educación en contextos de encierro en Uruguay (UNESCO, 2023). No inventemos desde cero: aprendamos y adaptemos.
Al final, la pregunta sigue latiendo: ¿queremos invertir en educación o seguir gastando en cárceles? Si la escuela no enseña a vivir, otros enseñarán a matar. Y entonces no habrá Constitución que nos alcance.
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