Unos sentimientos a madre afloran naturalmente cuando dos tazas de arroz se dejan caer sobre el fondo de una olla con aceite caliente, para luego ir adornando y sazonando con sal, ajo, cebolla, zanahoria y morrón. Una cuchara de palo impide que el fuego queme las simientes blancas, antes de ponerse transparente, para así continuar la receta. El agua caliente completa la magia y en ocho minutos ya tenemos olor a hogar. Dos huevos fritos por plato se agregan en el momento preciso de sentarse a la mesa.
Crecí con ese plato y aún me encanta. Al parecer una fórmula muy simple de llevar a cabo, además de delicioso. Los estudios de agronomía no me indicaban nada diferente y el casino repetía la receta todos los miércoles. Un crudo invierno de 1986 me recibía de mi primer trabajo profesional en la zona de Longaví, muy cerca de Linares y unos potreros muy extraños se aparecían por todas partes. Bordes llamados pretiles acumulaban el agua, reteniéndola en grandes piscinas y aumentando mi intriga. Don Luis Avendaño y su paso cansino comenzaba a develar el cultivo del arroz y paralelamente toda mi inexperiencia.
Unas platabandas en curvas de nivel daban vueltas y se escondían entre las malezas. Pretiles interminables mostraban el esfuerzo del trabajo campesino, hecho pala a pala. Rastrojos de la anterior temporada habían sido forraje de cientos de ovejas, que exponían señas de fertilizaciones naturales. Don Luis mostraba su preocupación, indicando lo tardío de las labores del año y como solución, la preparación mecánica del suelo, a más tardar en agosto. Se sacaba el sombrero, realizaba un pequeño suspiro y al ver mi nerviosismo, remataba con una manida frase “sólo la muerte no tiene solución “.
Treinta cuadras de arroz llaman la atención y a los dos días se presenta en el campo don Manuel Campusano, oriundo de Colbún, quien dice que puede hacerse cargo del cultivo y especialmente verificar la preparación de suelo. Su experiencia no estaba en duda, una cerrada de ojos de don Luis, me indicaba que era la persona precisa. Su pala afilada hacía un guiño de su experiencia y sus trancos decididos recorrían el potrero en diferentes direcciones. De vez en cuando clavaba una estaca y miraba como el mejor de los alarifes. Una teatina entre los dientes, lo hacían mascullar unos dichos inentendibles, pero la seguridad que mostraba nos decía que en unos seis meses más comeríamos arroz con huevo, de nuestra primera producción.
Instrucciones extraídas de viejas bibliotecas, ordenaban como primera labor un levantamiento topográfico, que increíblemente sin instrumento alguno, con su mirada, estacas y caminata, lo realizaba don Manuel. Nuevamente me quedaba con la boca abierta, al observar un talento que sin duda era de leyenda. En ese tiempo se enviaban “razones”, que eran mensajes, en este caso a unos tractoristas con arados y rastras. Un equipo pesado, además, para corregir unos bajos que se veían bastante complicados. Dos yuntas de bueyes y aperos incluidos se requerirían para hacer correcciones en esquinas y preparar los pretiles.
Tres semanas de intensa labor, con algunas torrenciales lluvias que no estaban invitadas, transformaban el potrero en un espectáculo de técnica, sapiencia y sudor. Un solo paño de terreno preparado y listo para trazar con los bueyes. Las palas dirigidas por don Manuel terminarían por dibujar los mentados pretiles que deberían sostener las grandes y desiguales piletas de agua, donde se desarrollaría el cultivo. Una vez afirmados los bordes y controlados los camarones de vega, que insistían en perforarlos, se podría proceder a la siembra.
El cultivo del arroz, ese milenario de Asia, se trabaja de manera diferente al trigo y maíz. Su ubicación extremadamente austral en Chile, necesariamente lo lleva a un manejo de inundación, para control de temperatura, evitando las oscilaciones térmicas. Su tejido permite que llegue el oxígeno a sus raíces. Además, esta condición impide la proliferación de malezas, excepto el famoso hualcacho. Así se disminuye la competencia por espacio, luz, nutrientes y otras plagas que atraen las malezas.
Inolvidable el momento de la siembra, cuando Juan sobre una especie de rastrón, tirado por una collera de caballos, movía el barro y agua, de manera que las simientes que ya se habían esparcido, previo remojo, se enterraran en ese fango. Cuadrante a cuadrante la misma labor, de esfuerzo y coraje, que marcaban una escena clave del cultivo. Dos días completos de siembra y ese lago artificial estaba listo para encontrar con el tiempo la macolla, floración y madurez. Párrafo aparte para la cosecha, una mezcla de trilladoras y ciegas.
Definitivamente en la cosecha de cientos de sacos, en el fundo San Manuel de Liguay, se aparecía Shiva, el Dios de la India, quien -según la leyenda- junto a Retna Dumila, crearon el cultivo hace siete mil años. La cosechadora giraba ininterrumpidamente sus aspas abrazadoras, los campesinos corrían con los sacos al hombro hacia los camiones, unas yuntas de bueyes bramaban esperando su turno y los hualcachos se escondían en el fango. Después de todos estos meses y labores, recién el grano iría al molino, al descascarado, pulido y limpieza. Es así, que después del barro y desvelos, no me pueden venir con cuentos, pues preparar arroz con huevo no demora sólo ocho minutos.
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