Ya no corren los esteros del Aconcagua, los sauces tardan en brotar y sus troncos secos van enseñando antiguos cursos de agua. Los tranques artificiales van sosteniendo las totoras y algunas esquivas tagüitas y pollollas. Ya han pasado los años donde los esteros, en determinadas épocas, había que atravesarlos con puentes colgantes al estilo Polcura. Sin embargo, de vez en cuando en el fondo de alguna quebrada podemos aún sentir el ¡fuii-riit!, del pidén… Quizás los huertos de paltas en altura, las explotaciones mineras o tantas otras actividades no lo quieran escuchar, pero sí ese arriero que desciende de siglos pasados se alegra al verlo arrancar entre vegas y junquillos.
Estamos a fines de julio y la zona central, no ha recibido una gota de agua, en todo el mes, pero aseguran que viene un “tren de frentes “o un “río atmosférico “, curiosos nombres que no conocí de niño, pero llovía casi todo lo que el pidén necesitaba. Digo esto, pues esta ave no requiere grandes estanques para poder nadar, sólo espera la humedad suficiente para arrastrar un humedal donde guarecer su característica principal, la timidez, la que requiere en esta vida el ser sencillo, sin lujos ni excesos. Recuerdo que, al más mínimo ajetreo, corría con un vehemente bamboleo de su cola, a perderse en el verde refugio de antaño.
Doña Mercedes y don Manolo debían pasar a diario un puente colgante, hace ya muchos años, en campos de la costa interior, y su relación con el pidén, era muy particular, a pesar de que numerosas otras aves y coipos, pululaban, incluyendo al famoso siete colores. La verdad era una anécdota que le costaba contar, pues en principio no fue nada de agradable, uno de los tirantes del puente cedió y la pequeña Manola, que no mediría más de un metro cuarenta, se fue a tierra, sólo que para su suerte quedó amortiguada con las densas totoras. Una vez recuperada del impacto se encontró frente a frente con la cotuta empollando cuatro huevos. A pesar del susto, el ave no movió ni los ojos. Su timidez la escondió bajo las alas y al pasar de los días, las pequeñas crías encendían con gritos el sitio, en las huellas del porrazo de la doña.
Es 31 de julio en Los Andes, un día que amaneció amenazador. Sin embargo, se quebró al mediodía, pero en la tarde se ha cubierto nuevamente y la brisa de antaño anuncia novedades y no dejo de pensar en los gritos del pidén, que seguramente también presiente la tormenta, una que da esperanzas de revivir algún estero. Bajarán las quebradas, hasta quedarse en una geografía plana, rememorando los cursos de agua con plantas acuáticas y avifauna de humedal. En ese ambiente encontraremos unos desprolijos nidos de pidenes, con tres a cuatro huevos, luchando por la sobrevivencia. Ya a la oración las gotas se han hecho sentir, luego de noche se hace presente la locomotora y un par de vagones del tren de frentes de mal tiempo.
Don Mauricio, oriundo de los cajones de San Esteban, ya se ha olvidado de los humedales, de las aves, ranas y coipos. De hecho, las cuidadas orillas del estero San Francisco se observan con vida exótica, más que nativa. Le pregunto directamente por el pidén moteado y luego de hurgar en la memoria, nos comenta que la última vez que los observó fue en la línea de canales, entre El Salero, Calvino y El Monte, pero como puede en su hábitat llegar a los dos mil metros, sus refugios alcanzan la hacienda La Canabina, por allá en los altos andinos. La bendición de los pidenes ocurre cuando, podemos seguir el rastro de los juncos, y al menos la lluvia de la conjunción de julio y agosto, ayudará al desafío.
Los recorridos andinos del pidén, si bien se han despedido de los esteros de antaño y tratan de guarecerse en el complejo tramado de canales y tranques de regadío, siguen por el momento cómodos en emblemáticos lugares como: vegas de la Fragua y vegas de la Canabina, subiendo por los caminos de San Esteban. Se le conoce como un ave bioindicador, sensible a la pérdida del hábitat, siendo la humedad de los ecosistemas básica para cumplir con los esfuerzos de protegerlo. Su modo sigiloso y solitario, como simulando antiguos monjes de claustro que, entre campanas eternas y oraciones, buscaban la salvación.
El ministerio del Medio Ambiente califica su estado de conservación como, “insuficientemente conocido”, pero su calificación internacional es de “vulnerable“. Eso coincide con las conversaciones actuales, donde campesinos antiguos no dudan en describirlo, mientras que los jóvenes sólo se encogen de hombros. Los dos mil cuatrocientos metros de altura sobre el nivel del mar en que se sitúa la laguna del Copín, no han impedido recibir entre su avifauna los ya escasos pidenes. Así lo manifiestan lugareños como Rubén Muñoz y Daniel Contreras, al recorrer el corral de Las Yeguas, cuando miran la bajada de las aguas en las quebradas La Cruz del Diablo, Los Morros, portezuelo del Paso del Medio y la vega Los Colorados.
Es el primer domingo de agosto, mañana húmeda y fría. Sin embargo, el campo ya atisba cosas diferentes: unos jilgueros bulliciosos pellizcan restos de caquis en altura, las cuculíes rasgan semillas en el suelo y melancólicamente a distancia incalculable el canto de las codornices también se hace presente. Es que el campo de este mes ya anuncia la estación del cambio, pintan los sauces, revientan las flores del almendro y unos tordos viajeros comienzan a llegar nuevamente a los graneros. En ese bullir de naturaleza, no olvido al querido viejo Ramón Garrido, mi mentor, quien hace ya muchos años me decía “cuando veas correr al pidén, va quedando atrás la sequía, estarás cerca de la bendición del humedal”
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