“Juventud, divino tesoro”, del gran poeta Rubén Darío, ha sido una frase que está en el imaginario cultural de toda una generación. Y la seguimos escuchando, ya que, sin duda, encierra algo profundo: la juventud es una etapa valiosa, sí, un tesoro que brilla con luz propia y que pasa sin regresar.
No obstante, también es un período complejo, lleno de desafíos internos, de cambios físicos, emocionales y sociales, muchos de ellos invisibles y difíciles de comprender. Habitar la juventud no siempre es sencillo ni lineal; más bien es una exploración constante, un camino donde no siempre sabemos cómo manejar lo que nos sucede.
Además de lidiar con uno mismo, la juventud debe enfrentarse a un entorno rígido, cargado de estigmas, prejuicios y una infinidad de presiones sociales. Frases tan comunes como: “esta juventud está perdida”, “no saben lo que quieren” o “cuando yo era joven todo se hacía mejor”, parecen estar grabadas en el discurso de los adultos. Pero ¿no es acaso paradójico que estas palabras provengan de quienes también fueron jóvenes? ¿Dónde quedó la memoria de sus propias luchas y confusiones? Parece que el paso del tiempo borra la empatía y la comprensión hacia esa etapa de la vida.
Es cierto que todas las etapas tienen sus retos y sus propias formas de sentirse. Pero en lugar de separarnos, ¿por qué no acompañarnos? Desde el cariño, la empatía y el afecto —que no requieren grandes recursos económicos— se puede construir un entorno que nutra y proteja, una sociedad que cuide a quienes la habitan. En lugar de fragmentarnos en categorías rígidas —niños, adolescentes, jóvenes, adultos—, ¿por qué no reconocernos antes que nada como personas? Humanos que transitan diferentes trayectos, sí, pero que pueden aprender y apoyarse mutuamente.
En agosto, mes en que se celebra el Día Internacional de la Juventud, es fundamental pensar en aquellos jóvenes que, además de los desafíos propios de la etapa, viven en contextos de alta vulnerabilidad y exclusión. Jóvenes invisibles, marginados, que luchan por encontrar un lugar donde pertenecer, pero que se topan con barreras insalvables. Entornos marcados por la pobreza, la violencia, la falta de oportunidades, donde no eligieron estar, pero a los que se ven atados sin opciones reales de escape.
En esos espacios, la necesidad de ser aceptado puede llevar a caminos riesgosos, a buscar valoraciones externas que las familias o comunidades no pueden entregar. Algunos juzgan estas decisiones como “el camino fácil”, pero la realidad es mucho más compleja. Estos jóvenes quieren salir de esa situación, se esfuerzan en estudiar y capacitarse, pero el mercado laboral les exige experiencia que no pueden tener, y así se encuentran atrapados en un círculo de exclusión. ¿De qué sirve estudiar si luego no pueden acceder a un empleo digno?
Entonces, ante la falta de oportunidades formales, muchos jóvenes buscan alternativas aparentemente fáciles y rápidas, como convertirse en influencers, ganar seguidores en redes sociales y atraer patrocinadores. Pero detrás de esa superficialidad hay una sobreexposición peligrosa y una alta posibilidad de frustración. ¿Qué pasa cuando el éxito no llega? ¿Cómo manejar el vacío y la presión? Muchos jóvenes atraviesan esta etapa silenciosamente, cargando con problemas de salud mental que pueden llegar a consecuencias trágicas, como la depresión o el suicidio.
Nos debemos preguntar: ¿Qué camino queremos mostrar a nuestros jóvenes? ¿Cómo podemos ayudarles y verlos realmente para que sean parte activa de esta sociedad que muchas veces también sentimos ajena? No basta con celebrar un día dedicado a la juventud si no existen políticas públicas integrales que los acompañen en su educación, salud, vivienda, recreación y desarrollo.
Hoy, más que nunca, es urgente recuperar la capacidad de vernos unos a otros, de valorar cada etapa de la vida y de construir un entorno que permita disfrutarla plenamente. La juventud es un tesoro, sí, pero no un tesoro en vitrinas inaccesibles, sino uno que merece el compromiso, el cuidado y el respeto de una sociedad completa.
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