Cada vez que se acercan las elecciones en Chile, las encuestas se convierten en protagonistas del debate público. Algunos las siguen con devoción, otros las desconfían por completo. Pero ¿qué tan bien pueden realmente anticipar quién será el próximo presidente? La respuesta es: las encuestas no “adivinan” el futuro, sino que intentan medir el presente. Y ahí está la clave.
Una encuesta electoral no es una bola de cristal. Es más bien una fotografía borrosa, tomada con buena técnica, pero en movimiento constante. Lo que hace el investigador es seleccionar un grupo de personas, una muestra, que represente a todo el país. Si se elige bien y se aplican los métodos estadísticos adecuados, los resultados deberían coincidir mucho con lo que piensa el conjunto de votantes.
El problema es que los chilenos no somos fáciles de fotografiar. Algunos deciden su voto a último minuto, otros no contestan el teléfono y muchos dicen una cosa y terminan haciendo otra en la urna. A eso se suman los nuevos desafíos: celulares en lugar de teléfonos fijos, redes sociales que distorsionan la percepción del clima político y un voto obligatorio que reintroduce a millones de electores silenciosos que los modelos aún están aprendiendo a captar.
Cuando escuchamos que una encuesta tiene “margen de error de ±3%”, significa que si un candidato marca 30%, su verdadero apoyo podría estar entre 27% y 33%. No es magia, es probabilidad. Y como toda probabilidad, tiene incertidumbre. Por eso los científicos sociales no hablan de certezas, sino de tendencias: quién sube, quién baja, quién podría pasar a segunda vuelta.
Las encuestas bien hechas no buscan manipular, sino informar. Permiten detectar cambios de ánimo social, evaluar la penetración de las propuestas y entender el tipo de electorado que cada candidato logra atraer. Son herramientas poderosas, pero requieren interpretación: no hay que leerlas como un resultado final, sino como una brújula que apunta hacia dónde se mueve el electorado en ese momento.
Así, cuando los titulares dicen “la encuesta X predice al ganador”, en realidad lo que hacen es traducir una medición probabilística en una historia política. Lo cual puede ser entretenido, pero también peligroso si olvidamos que el voto real siempre tiene la última palabra.
Las encuestas son como el pronóstico del tiempo: si se hace con rigor, suele acertar en la dirección general, pero siempre puede llover donde nadie lo esperaba. En democracia, esa “sorpresa” no es un error: es la expresión viva de la libertad de los votantes. Porque, al final, las encuestas miden opiniones… pero la urna mide decisiones.
|